Giorgio Strehler
EL TEATRO NO TENDRÍA SENTIDO NI VALOR SI NO ESTUVIERA AL SERVICIO DE LA HUMANIDAD
Estrenar tal día tal obra es una pura convención.
Lo hacemos por razones prácticas, técnicas.
Es en el estreno, durante el encuentro con el público, cuando el espectáculo empieza a tomar forma, a existir. Luego se modifica, día a día, en cada representación. Hasta tal punto que el director, tan seguro de ser el deus ex machina, siente casi como se le escapa de las manos. Es un sentimiento de vacío que se experimenta en cada estreno, cuando nuestra labor ha terminado y el espectáculo parece algo que funciona de manera autónoma y, en cierto sentido, extraño a uno mismo. Entran en juego los dos grupos que constituyen el evento teatral: los actores y los espectadores, fascinados por una ficción que les parece más verdadera que la propia verdad. Los directores, que no actuamos y que, por tanto, no cumplimos la única función que es "real" en un escenario, sentimos que el espectáculo ya no nos pertenece.
Sólo hay un consuelo para esta soledad que experimenta el director "excluído" de su espectáculo: acordarse de que después, cuando se apaguen las luces del proscenio -cuando concluya el rito, cuando llegue el final de la magia-, la vida vuelve de nuevo, fuera del teatro, en la calle oscura que se ha llenado de gente que vuelve a casa. Entonces el director puede encontrar la paz. Se da cuenta de que las formas, los gestos, los movimientos que conforman el teatro no tendrían sentido ni valor si no estuvieran al servicio de la humanidad. Este sentimiento, que no es otra cosa que la "moral" del teatro, -el teatro como institución moral que puede contribuir al desarrollo de la humanidad- le será suficiente para no sentirse solo. Y para volver a empezar.